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lunes, 9 de junio de 2014

Perlas a los Cerdos


Habíamos discutido tantas veces sobre lo mismo, que el sólo hecho de pensar en ello me daba nauseas. Sabía de memoria la postura de cada uno de ellos; los argumentos utilizados para defender dichas posturas seguían antojándoseme buenos, pero no tanto para cerrar el caso a favor de alguno.  Sin embargo, estábamos una vez más allí, hablando de lo mismo.

  Allí, quiere decir la casa de Guillermo Garrido, o Garrison; y lo mismo, la selección de dos poemas míos para enviarlos al New Yorker. Me había propuesto aquello para impresionar a mi padre, que me consideraba un fracasado y un bueno para nada porque un buen día de 2002 anuncié que me dedicaría a la poesía. Y también, porque hasta la fecha no había logrado hacer un solo centavo con mi poesía. Deseaba aventarle a la cara un ejemplar con mis poemas publicados en la revista más importante y cosmopolita sobre la faz de la Tierra y decirle: ¿lo ves?, he decidido hacerme poeta y lo he logrado. Aquí se abre otra de nuestras discusiones favoritas: ¿en qué momento se puede decir que uno es poeta?

 Durante la primera hora aún podía hablarse de una discusión objetiva. Los cuatro, sentados a la mesa, aún éramos capaces de ver las cosas desde la razón. Conforme el reloj nos acercaba a la madrugada, la objetividad salía sobrando para éstos tres, y se aventuraban a juicios sustentados en su percepción de las cosas. Por ejemplo, Petrozza estaba a favor de que mandase mi poema que comienza el mundo empieza y termina en la raja de tu culo…, que es, para ser francos, mi poema más vulgar. Él no lo consideraba vulgar, lo consideraba una verdad absoluta, o casi absoluta, y lleno de profundidad y sabiduría mundana. “Cualquiera que se haya enamorado alguna vez en su vida, entenderá tu tesis”, decía. Yo no estaba muy seguro; en general, no me permitía hacer este tipo de poemas a menos que estuviese muy borracho o muy desesperado, cosa que repito: sólo me había pasado una vez. Guillermo lo contrariaba sosteniendo que un enamoramiento cuya quintaescencia es la raja del culo de una mujer, no es un enamoramiento real, sino una obsesión, un fetiche, o una perversión del acto más puro. Verónica estaba de acuerdo con ambos, en el sentido en que Petrozza acertaba al decir que mucha gente comprendería; pero al mismo tiempo, defendiendo la idea de Guillermo, de que el amor no es eso; y amalgamaba ambas posturas sentenciando que la mayoría de las personas no se enamoran de verdad, sino de la raja del culo de sus mujeres. Así, estaba un poco a favor de que enviase dicho poema, porque una cosa era segura: vende. 

 Si era complicado escucharlos en la sobriedad, más lo era a las dos de la mañana, cuando estaban a punto de caerse sobre sus propias caras de tanto tomar. A esas alturas Guillermo ponía todo su empeño en mandar al New Yorker el poema de la raja, y Petrozza, que lo había pensado mejor, se negaba rotundamente y prefería por mucho el poema que en la segunda estrofa decía …he matado mis pies / porque no he tenido el valor de matar los tuyos…, y se defendía diciendo que era una frase estupenda porque nadie la comprendería, que es más o menos por lo que creemos que Girondo es bueno. Guillermo reía y decía que eso era cierto, pero que de todos modos el verso de la raja y el que le seguía, que va así: tus tetas son las asas de las que me asgo al mundo… era magnífico por la psicología de las tetas, que son una cosa que nos gusta de las mujeres porque nos alimentan, porque un buen par asegura la supervivencia de la cría, etc. Esta vez Verónica no estaba a favor de ninguno, ya que, por un lado, el poema de los pies era incomprensible y ya estaba hasta la madre (sic) de que los poemas buenos tengan que ser por fuerza los que no se comprenden. Citó a Gertrude Stein, de cuando dijo: “una rosa es una rosa es una rosa”. Y agregó que en ese orden de ideas, un par de pies son un par de pies y no puedes matarlos porque no tienen vida propia. Guillermo dijo que eso era una pendejada, que en la literatura y en la poesía uno podía matar hasta uno solo de sus cabellos si le daba la gana.

 Por un momento pensé que mi padre tuvo razón cuando dijo que la literatura no iba a dejarme nada, excepto beber y fumar y amigos que no sirven de nada y que yo terminaría siendo como ellos. Más de un año había pasado desde que los conocí y mis virtudes humanas no habían mejorado en absoluto; mis vicios sí. Bebía más cervezas que antes, más whisky que antes (antes no bebía whisky y ahora no podía dejar de hacerlo en las reuniones). Fumaba muchos más cigarrillos que antes, y encima, Petrozza me estaba convenciendo de no trabajar; decía que el trabajo es indigno y sólo apto para asnos y monos. Guillermo me había dejado claro que si no lees eres una bestia, pues el lenguaje es lo más sagrado y hablar bien lo único que importa. En pocas palabras, me había hecho un misántropo. Odiaba al resto de la humanidad por su ignorancia, y si había uno más listo, lo odiaba por listo. Con Verónica dejé de creer en las mujeres y en el amor; el valor del amor cortesano había quedado en el suelo y pisoteado. Me estaban convertido en un borracho mamón y mujeriego. Mis únicas intenciones: beber, estudiar y follar. Me pregunto si James Merrill se las vio con amigos como estos antes de publicar en el New Yorker.

 Como toda plática donde abunda el alcohol, dábamos vueltas en círculo. Pasábamos del poema de la raja al poema de los pies, y en cada vuelta, los defensores cambiaban de bando y viceversa. Estaba harto. Había otros poemas, el de la madre que se come a su hija; el del caminante que da la vuelta al mundo caminando y en eso se gasta la vida; el del mendigo que no acepta limosnas porque no ha caído en la cuenta que es mendigo y debe mendigar. En realidad, había veinte poemas sobre la mesa y debíamos elegir dos.

 A Petrozza le gustaba la raja y el caminante, si tuviese que decidir se inclinaría por esos dos y estaría dispuesto a matar los pies. Le gustaba sobre todo la comparación entre el sentido de la vida de aquel que camina eternamente y aquel que eternamente permanece estático. “En realidad no hay ninguna diferencia, el estático echa raíces en una tierra; el caminante va sembrando”. Algo así es lo que dijo pero estaba tan borracho que no entendí lo que quiso decir. Verónica agregó que en realidad todos somos estáticos, como plantas, pero sembrados en macetas grandes. Guillermo dijo que el caminante era una mamada, que en todo caso prefería el que termina con …de la noche me quedo con la luna / de la luna me quedo el resplandor / del resplandor me quedo con el brillo en tus ojos / de tus ojos me quedo con voz. Pero Petrozza y Verónica lo consideraron cursi.

2

Mis amigos no ayudaban demasiado, se tomaban todo a broma y reunirnos para seleccionar algo era para ellos un pretexto para beber. No lo necesitaban, bebían incluso sin mí, y seguirían haciéndolo con o sin poemas. Pero les gustaba la idea de reunirse y comentar y apocar mis versos. Yo estaba cansado del asunto.

 Le platiqué a Estela de mi idea de publicar. Estela era mi novia y era mujer (perdóneseme el machismo, pero así fue como pasó) y le importaba un carajo cualquier verso que no tuviese escrito la palabra amor, o la palabra labios, o besos, o fuerza del destino, o piel, o pasión o deseo. No pudo terminar ninguno de mis textos sin fruncir la boca, y cuando leyó el de la raja dijo que yo era un vulgar. Lo leyó en la tienda, uno de mis días de trabajo, en el mostrador y delante de todos. Todos, quiere decir su padre, el señor Palafox.

 Bien, el señor Palafox era un lector asiduo, y estaba loco. Era completamente capaz de encontrar en Schopenhauer su religión, y en al Apocalipsis, su doctrina. Estaba enterado de mis intentos de escribir; siempre quiso darse (adjudicarse) la oportunidad de echar un vistazo a mi pluma y corregir, opinar, corregir, y ayudarme, corregir. Ésta era la presa que tanto anhelaba. Se acercó al mostrador donde yo estaba con Estela, y acariciándose el bigote, dijo yo quitaría esa coma de allí… para empezar. Alcé la mirada y lo vi: Palafox moviendo la boca, y con ella el bigote, de un lado a otro en modo pensando. Tuve miedo y no me equivoqué. Me arrebató las hojas sobre las que estaban escritas los textos y se las llevó afuera, donde tenía instalada la silla desde la que se sentaba a mirar pasar la gente y meditar. Estela y yo nos miramos y ella alzó los hombros y yo moví negativamente la cabeza. Me di una palmada en la frente.

 Estela salió con su padre y se acomodó en el escalón de la entrada. Yo los miraba pasar las hojas y hablar y reír o hablar y asombrarse o hablar y meditar. No tenía ganas de ir allá. Estaba en mi puesto de trabajo, que era detrás del mostrador, y allí me iba a quedar, guardando la esperanza de que alguien entrase a la tienda y me hiciera olvidar que mi poesía había caído en manos de Palafox. Pero no entró nadie. Dato curioso: nadie entra cuando lo esperas, y viceversa. Quinta ley de la Ley General del Tendero.

 Pasados quince minutos o así, Palafox me llamó. Cuando estuve cerca, sin quitar la vista de las hojas, me dijo ¿qué piensas hacer con esto? Suspiré y se lo dije: enviarlos al New Yorker. Se levantó de la silla y se plantó frente a mí. Me miró de arriba abajo y de abajo arriba. Se frotó el bigote, y con sus manos regordetas, agitando las hojas como un abanico… me felicitó. Dijo que yo era un hombre con un futuro prometedor.

¿Es necesario que lo deje claro? No iba a mandar mis poemas al New Yorker. Aquello era un decir, como decir: deseo publicar mis poemas y salir del anonimato. El New Yorker era la luna, y yo apuntaba mi arco a ella. No importa si al final tan sólo conseguía una publicación menor. Eso sería más de lo que había conseguido hasta ahora.

 Estela le explicó a su padre que mis amigos y yo nos dábamos a la tarea de seleccionar un par de esos poemas… y, Palafox me miró preguntándome con los ojos, como si en realidad no se atreviese, o no se le hubiese ocurrido ya. Total, pensé, después de todo es mi patrón y mi suegro: me da sustento y me da a su hija. Lo dije despacio, para seguir con el juego de la supuesta ocurrencia, ¿sería tan amable de ayudarme con la selección de… No terminé de decirlo. No era necesario. Le ofreces moscas a una araña, exclamó Palafox y, acto seguido, dio media vuelta con los textos en las manos y se metió a su cueva por la puerta que conecta la tienda con la casa. Primero mi amigos y ahora esto, pensé.

 De vuelta al trabajo puse los codos sobre el mostrador. Estela daba vueltas por la tienda. Pasaba el trapo por los refrigeradores o los estantes, pero lo hacía mal. Se detuvo en la rebanadora de jamón. Estuvo limpiándola unos ocho minutos, sobre todo en la parte de abajo. Yo esperaba que dijera algo, que me diera ánimos. Para Estela no era nada; decir poemas era lo mismo que decir cuadrados o ruedas. No significaba gran cosa. El hecho de que su padre tuviera mis poemas no le alarmaba en absoluto. No era capaz de ver la gravedad del asunto: Palafox, que es enajenado, juzgando mis poemas. Mis poemas quiere decir mi vida. Cuando un hombre juzga los poemas de otro hombre, está juzgando una parte de ese hombre. La parte más sensible de ese hombre. Peor que desnudarse. No debo bajarme los pantalones delante de cualquiera, pensé. No puedo andar mostrando mis poemas a cualquiera, y mucho menos dejar que ensucien con sus narices.


 Camino a casa me vi envuelto en este mar de opiniones ajenas. Sin poemas. Me los habían arrancado de las manos, esos buitres, para alimentarse con el trabajo ajeno. No habían escrito una sola línea pero se llevaban a la boca más de cien. No eran capaces de dejarme un bocado, de decir: nos comimos dieciocho, pero te dejamos dos. Llevaba más de dos meses seleccionando un par de poemas que fuesen dignos de publicar. A este paso no acabaría jamás. Si fuese fiel a mis pensares, si siguiese al pie de la letra los consejos de mi querido Rilke… Funesta la hora en que puse en tela de juicio el valor de mi trabajo. Más me valía callar y permanecer en el anonimato, donde al menos no se pierde la dignidad. Más vale ser la sombra de un buen escritor, que un buen escritor convertido en payaso. No tires perlas a los cerdos, se van a poner a juzgarlas por el valor de su circunferencia o de su opacidad, pero nunca por el valor de ir por una al fondo del mar.

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